En la solución del presidente Roig a la debacle Garrido hay un punto de ahorro que combina con la reivindicación esencial de una manera de entender el fútbol. Esa marca de la casa que supuso el fin de Valverde, en su día, («el Villarreal no juega así») y que sentenció a Garrido cuando éste convirtió sus recursos defensivos en norma. No se sabe si antes o después, o a la vez, la crisis de resultados convivió con la crisis estructural de juego. Con o sin Cazorla, con o sin Rossi, el reto fallido de Garrido es el reto que aguarda a Molina, su sustituto: levantar el vuelo a través de unas señas de identidad. Sufrir primero para escapar del peligro, sí, pero con un objetivo recomendable en el corto plazo y claro e innegociable en el medio: volver a convertir El Madrigal en plaza de deleite para recuperar la coherencia en el relato del club.
El nuevo entrenador del Villarreal es un producto de la Ciutat Esportiva. Molina ascendió al B, procedente del C, en la recta final de la pasada temporada, y cumplió el objetivo de mantener al equipo en el segundo escalón del fútbol nacional. Esta campaña el esquema se vio condicionado por la figura de Joselu. Cuando el goleador estuvo disponible, Molina formó con un 4-4-2 clásico, con Mariño en portería, Kiko y Lejeune de centrales, Gullón de ancla, haciendo de Bruno, y Castellani a su vera, asumiendo las tareas organizativas. Las bandas, por su parte, fueron un reflejo típico amarillo, con los interiores (Llorente y Porcar) enlazando por dentro para crear superioridad y desequilibrio, y dejando los flancos libres para las llegadas de los laterales (Pere y Costa) de mucho recorrido.
Arriba, la maquinaria funcionó con dos delanteros complementarios: Airam y Joselu. Cuando éste fue llamado a filas por Garrido, el filial se adaptó con un quinto centrocampista, Iriome, que desplazó a Porcar a la mediapunta, en la escolta de un único ariete. En ambos casos, y con la entrada y salida de otros jugadores según los avatares del curso, el credo Molina fue el credo Villarreal: organizarse en torno a la pelota y reducir espacios sin ella, con la zaga adelantada. «La apuesta por el buen juego», en definitiva, a la que se refirió Roig en la presentación del pasado viernes.
El nuevo entrenador del Villarreal es un producto de la Ciutat Esportiva. Molina ascendió al B, procedente del C, en la recta final de la pasada temporada, y cumplió el objetivo de mantener al equipo en el segundo escalón del fútbol nacional. Esta campaña el esquema se vio condicionado por la figura de Joselu. Cuando el goleador estuvo disponible, Molina formó con un 4-4-2 clásico, con Mariño en portería, Kiko y Lejeune de centrales, Gullón de ancla, haciendo de Bruno, y Castellani a su vera, asumiendo las tareas organizativas. Las bandas, por su parte, fueron un reflejo típico amarillo, con los interiores (Llorente y Porcar) enlazando por dentro para crear superioridad y desequilibrio, y dejando los flancos libres para las llegadas de los laterales (Pere y Costa) de mucho recorrido.
Arriba, la maquinaria funcionó con dos delanteros complementarios: Airam y Joselu. Cuando éste fue llamado a filas por Garrido, el filial se adaptó con un quinto centrocampista, Iriome, que desplazó a Porcar a la mediapunta, en la escolta de un único ariete. En ambos casos, y con la entrada y salida de otros jugadores según los avatares del curso, el credo Molina fue el credo Villarreal: organizarse en torno a la pelota y reducir espacios sin ella, con la zaga adelantada. «La apuesta por el buen juego», en definitiva, a la que se refirió Roig en la presentación del pasado viernes.
Molina presenta una corta trayectoria en los banquillos pero le avala su carrera futbolística. Formado en el Valencia, previo paso por el Alzira, defendió la elástica del Villarreal antes de destacar en Albacete y explotar en el Atlético de Madrid de Radomir Antic. Molina agitó el fútbol español. No sólo por ganar Liga y Copa en el 96, o por ser el portero menos goleado en aquel campeonato. Molina revolucionó los conceptos habituales en su puesto, y podría decirse de él que fue el primer portero moderno del balompié patrio. Adelantado, actuando a menudo como líbero, fue un avanzado a su tiempo en el juego con los pies. Fue internacional y llegó como titular a la Eurocopa del 2000 pero un error que costó una derrota con Noruega, en el estreno, y la fuerte presión mediática lo relegaron a la suplencia. Tras bajar con el Atlético a Segunda fichó por el Deportivo, donde halló la madurez. Ganó una Copa y dos Supercopas y superó un cáncer testicular, antes de terminar su carrera en el Levante.
De perfil reservado, Molina articula un discurso directo y sincero en sus ruedas de prensa. Prioriza lo colectivo a la hora de realizar los análisis tras los partidos y muestra su carácter durante los noventa minutos, ejemplar en la exigencia, ordenando a sus hombres desde el banquillo, ahora, como antes bajo palos.
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